Como siempre han habido y habrán, existió una vez una espiga de trigo que vivía feliz en su campo, junto con otras muchas espigas que la rodeaban y con las que convivía. La espiga pasaba su vida tranquila, junto a sus compañeras, meciéndose, creciendo de vez en cuando y dando granos de trigo, creyendo así su vida completa y pacífica.
Uno de esos interminables días de existencia, una racha de viento azotó el campo en el que se encontraba. Sus vecinas se asombraron, de una forma que rozaba el miedo y el temor en algunas, desconfianza en otras. Pero la espiga no temió, se sintió viva. El golpe de viento le había dado vida, la había sacudido de tal manera que comprendió que había algo más allá del ligero movimiento que estaba acostumbrada a desempeñar. A partir de ese momento continuó su vida con otra perspectiva.
Pasó el tiempo, y la racha de viento no se repitió. Aún así, la espiga continuó forzándose por ir más allá: siempre intentaba balancearse más de la cuenta, e intentar subir más alto cada vez. El continuado y fuerte balanceo hizo que su tallo se diera de sí, hasta tal punto en el que seguía derecha y pegada al suelo, pero por unas ínfimos hilos vegetales.
Y así pasó. Un día, la racha de viento se repitió, la vio venir, y se preparó para ello. En el justo momento en el que pudo verla, supo cómo se desarrollaría su vida. Supo que no iba a estar más junto a aquellas otras espigas, pero no temió, porque viniese lo que viniese, iba a ser bueno.
