Quema, quema un poco. Pero bueno...
lunes, 27 de junio de 2011
lunes, 13 de junio de 2011
Vuelo
Momentos desde la lejanía, esa desde la que hace falta entornar los ojos para ver. El paisaje es árido, teñido por el rojizo de la tierra cuarteada. Vagos arbustos, prácticamente deshojados se dejan ver alejados, como si en otra vida hubiesen sido parte de un camino que ahora ya ni se intuye. Una figura se acerca, sus pies pisan el barro ahora seco y la tierra se resquebraja bajo sus pasos, creando polvo y cediendo vagamente.
En su espalda quedan los resquicios de un tatuaje majestuoso: un precioso y enorme águila negra. Pero en parte sólo es posible intuirlo. El ave ya no estaba definido, la tinta se ha corrido hasta prácticamente desaparecer. Él lo sentía, la tinta había desaparecido de su piel pero no de su cuerpo, la tinta no tenía a donde ir, sólo podía caminar hacia adentro.
En ese momento, un destello en el cielo produjo un fogonazo de algo que no era luz, un rayo de negrura. Y apareció. El águila apareció, como ya lo había echo antes en miles de ocasiones. Ahora estaba ahí, delante, y lo miró con severidad.
La lanza, aquella que en otros momentos había servido de tanto, se desplazó, pero no para atacar al animal. El ala aún vagamente tatuada que asomaba por el hombro movió el brazo cual marionetista, y ofreció aquel arma majestuosa. Y ahí, encima de la polvorienta tierra, el arma descansó, creando una linea que los separó a los dos.
Con un vigoroso movimiento, las enormes extremidades del ave se extendieron tapando el sol, y de un batir se perdió en la inmensidad del cielo. Y el arma, de la misma forma, se hundió en la tierra, dejando su forma impresa en el suelo. Al igual que aquel tatuaje, que ya jamás se iría.
En su espalda quedan los resquicios de un tatuaje majestuoso: un precioso y enorme águila negra. Pero en parte sólo es posible intuirlo. El ave ya no estaba definido, la tinta se ha corrido hasta prácticamente desaparecer. Él lo sentía, la tinta había desaparecido de su piel pero no de su cuerpo, la tinta no tenía a donde ir, sólo podía caminar hacia adentro.
En ese momento, un destello en el cielo produjo un fogonazo de algo que no era luz, un rayo de negrura. Y apareció. El águila apareció, como ya lo había echo antes en miles de ocasiones. Ahora estaba ahí, delante, y lo miró con severidad.
La lanza, aquella que en otros momentos había servido de tanto, se desplazó, pero no para atacar al animal. El ala aún vagamente tatuada que asomaba por el hombro movió el brazo cual marionetista, y ofreció aquel arma majestuosa. Y ahí, encima de la polvorienta tierra, el arma descansó, creando una linea que los separó a los dos.
Con un vigoroso movimiento, las enormes extremidades del ave se extendieron tapando el sol, y de un batir se perdió en la inmensidad del cielo. Y el arma, de la misma forma, se hundió en la tierra, dejando su forma impresa en el suelo. Al igual que aquel tatuaje, que ya jamás se iría.
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